miércoles, 19 de noviembre de 2008

Lo más despreciable .. EL TERRORISMO

LO escribió memorablemente Chateaubriand en sus Memorias de ultratumba: “Nunca el crimen será a mis ojos un objeto de admiración ni un argumento de libertad; no conozco nada más servil, más despreciable, más cobarde, más obtuso que un terrorista”.

El terrorista es el ser más servil porque ofrece incondicionalmente sus crímenes a una causa que considera sublime, superior, noble, en aras de la cual todo se vale. Él es un servidor fiel, incondicional, rastrero, abyecto de esa causa. Es un soldado de la causa que ni siquiera se plantea la objeción de conciencia. Obedece sin chistar las directrices tácticas y estratégicas de su lucha. Sacrifica lo existente, lo más sagrado de lo existente en el mundo, la vida humana, por lograr que algo no existente, una abstracción —la revolución, la instauración del paraíso sobre la tierra, el advenimiento del reino de los justos o cualquier otra utopía—, triunfe. O bien lo hace por vengar a los suyos, sus compañeros, sus camaradas, sus correligionarios, los únicos que considera sus semejantes, los que han caído luchando por concretar esa abstracción.

El terrorista es el ser más despreciable porque asesina o mutila a sus víctimas no sólo sin que le tiemble la mano sino con la satisfacción del deber cumplido. Destruye mundos de vida actual —cada ser humano es un universo único e irrepetible— en nombre de un mundo desconocido, futuro e inexistente respecto del cual ha decidido que es el mejor posible. Con esa convicción, resuelve imponer su ideología a los demás, y que todos se le sometan y obedezcan su capricho. “En el fondo lo que quisiera es que sus víctimas le diesen la razón, que le tengan a su vez por verdugo y por santo”, advierte Fernando Savater. El terrorista es el ser más cobarde porque asesina con un tiro en la nuca, o bien colocando bombas contra seres absolutamente indefensos.

Después, desde la clandestinidad, reivindica el crimen. Pero su conducta criminal es perpetrada con premeditación, alevosía, ventaja y a traición: mata o mutila sin correr ningún riesgo y sin dar oportunidad a las víctimas de defenderse. Si lo captura la policía y se prueba su responsabilidad, dirá que es un preso político, que se le privó de su libertad por su ideología, que se le ha detenido por oponerse a un enemigo satánico contra el cual todo se valía, incluso mutilar o asesinar a personas que acaso no simpatizaban con ese enemigo. Su cobardía es tan enorme como su estupidez, su miseria moral —es un cobarde que se siente valiente— y la grandilocuencia de su discurso.

El terrorista es el ser más obtuso porque en su indigencia intelectual y ética destruye vidas humanas sin tener nada personal contra sus víctimas. Mata desinteresadamente o, mejor dicho, inspirado por intereses no egoístas sino superiores: la justicia social, la independencia, la felicidad de todos, la verdad, la vida eterna, la venganza contra el enemigo de la causa. Es distinto del asesino que mata por despreciables intereses personales o por bajas pasiones como los celos. Ese asesino interesado o pasional suele arrepentirse de su delito. El terrorista, en cambio, siente orgullo de su crimen: ¿qué es la integridad corporal o la vida de un individuo o de algunos individuos —incluso si son varios cientos o varios miles— comparada con el gran ideal? No sólo no merece castigo: amerita el reconocimiento del pueblo y de la historia porque se atrevió a lo que otros no se atreven, esto es, a desafiar a las fuerzas de seguridad, a segar vidas, a pasar a la clandestinidad... todo por la gran causa: la humanidad, la raza, la religión, la clase social, el partido, la patria, los ideales políticos. Está seguro de que actúa justamente. ¿Qué importa el derecho a vivir de una persona, o de unos cuantos cientos o miles de personas, cuando se les priva de la vida en pos del sueño justiciero? ¿Qué importa que las víctimas sean inocentes, incluso niños, si los inocentes y los niños del mañana disfrutarán del sueño hecho realidad?

No faltan intelectuales que justifiquen al terrorista, que simpaticen con él y aun que celebren sus proezas, o que ofrezcan explicaciones para comprender su conducta que no son sino defensas enmascaradas o apología encubierta del terrorismo. Se trata de debilidad intelectual, miseria ética y compatibilidad criminal. El terrorista es el héroe de la intelectualidad más lerda e indecente.

Chateaubriand tiene razón: no hay nada más servil, más despreciable, más cobarde, más obtuso que un terrorista.

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